Las franquicias, es decir, la reducción de
trabas fiscales y económicas para el comercio de exportación
e importación, han constituido uno de los temas constantes
y eternos en la historia económica de las islas. Desde los
primeros años, tras la Conquista, la Corona
de Castilla vio la necesidad de ofrecer incentivos para que
se fijara población en el Archipiélago, y la conveniencia
de dotar a Canarias de algunas ventajas con respecto al régimen
fiscal y económico peninsular. Así, se arbitraron
algunas medidas: la reducción de los impuestos, que, en las
islas, fueron menores en un 80% a los estipulados en la Península;
la reducción de los aranceles para el comercio; y el permitir
que, durante muchas fases, los puertos canarios quedaran habilitados
para el comercio con América, que se desarrollaba en régimen
de monopolio. Estas ventajas incentivaron el poblamiento y generaron
una economía isleña muy vinculada al trasiego de la
expansión atlántica que se desarrolló en los
siglos de la Edad
Moderna. Al mismo tiempo, ese sistema de franquicias favoreció
la vinculación de las islas a la Corona pues se proporcionaron
medios para la defensa y el gobierno del Archipiélago, y
además se propició una potente actividad exportadora
de determinados productos agrarios (azúcar, vino, etc.).
En las primeras décadas del siglo XIX, se impuso en España
una política económica proteccionista (plasmada en
los Aranceles
de 1821) que buscaba amortiguar los efectos que, para España,
tuvo la pérdida de las colonias americanas. Antes de esas
pérdidas, gran parte de las manufacturas que España
importaba se pagaban con los metales preciosos procedentes de sus
posesiones en América; tras la independencia de éstas,
se produjo la consiguiente disminución de aquel medio tradicional
de pago. Para evitar que aumentara en exceso el déficit comercial,
y también para estimular que las manufacturas nacionales
suplieran a las extranjeras, se estableció un arancel protector
a la importación que se extendió asimismo a determinados
productos agrarios de gran consumo, como los cereales. Estas medidas
tendrían graves repercusiones en Canarias, pues supuso la
disminución de la importación sin que pudiese crearse
industria local alguna, y también que las manufacturas hubieran
de traerse de la Península, que eran mucho más caras
que las importadas del extranjero. Durante la fase de crisis económica
transcurrida entre 1820 y 1850, los principales representantes de
la burguesía isleña reclamaron como solución
única la existencia de un sistema de libertades comerciales
para el Archipiélago. A pesar de que tal demanda tropezaba
con la política de centralización que por aquellas
etapas marcaba el cambio hacia el Estado
liberal, a mediados del siglo el Gobierno terminó aceptando
que se aplicaran normas de excepción para el régimen
fiscal canario.
De este modo, reinando Isabel
II, el gobierno presidido por Bravo
Murillo decretó el régimen de Puertos Francos
para Canarias, el 11 de julio de 1852. Con el apoyo de algunos de
los ministros de aquel Gobierno (entre otros de Bertrán
de Lis) se establecieron reducciones aduaneras y se permitió
el acceso de las islas a los mercados exteriores. En 1870, las Cortes
Constituyentes del Sexenio
Democrático (1868-1874) dieron carácter de Ley
a aquel Real Decreto de 1852. Y, en 1900, otra norma legal amplió
las ventajas fiscales. En 1972 se publicó la Ley de Régimen-Económico
Fiscal para Canarias y, posteriormente, con la transición
a la democracia, las especialidades económicas canarias se
recogieron en los principales textos (Constitución, Estatuto
de Autonomía) que han configurado el régimen político
y administrativo del Archipiélago.
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